Sin edición. Segunda parte.

Seguramente no soy la única persona que busca la utilidad de las cosas, pensando en las ventajas que un artículo me puede dejar antes de adquirirlo. Creo que por eso nunca he adquirido, por ejemplo, una televisión, pues no le veo utilidad alguna en mi rutina diaria: soy más de música, de noticias en el celular, de películas en el cine o en una tableta.  No obstante, sin duda hay artículos que he adquirido no por el beneficio que puede representar, sino porque me gustan. Como las bolsas de mano. Y entonces, de repente me veo en las mañanas buscando qué usar para combinar con tal o cual cosa, y cuando a mi vista parece aceptable la combinación de la prenda con la bolsa, vacío el indescriptible contenido de un bolso en otro… para, horas después, arrepentirme algunas veces: porque el asa es demasiado ancha, porque no logro acomodar en lugar visible las plumas, porque no me caben los papeles, o porque me sobra espacio.

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En los últimos meses, particularmente desde julio, he traído conmigo una bolsa en particular,  casi en cualquier ocasión, y no había sido consciente de ello hasta hace un par de semanas. ¡Y es que cómo no adorar esa bolsa! En ella puedo acomodar perfectamente un tarjetero, un monedero, el celular, las llaves, pañuelos desechables, un lápiz labial, un dulce o quizá un par, todas las plumas que necesite y hasta un polvo compacto. A veces hay cabida incluso para unos cuantos sobres, y una calceta que un par de manitas inquietas me guarda furtivamente cuando distraigo la mirada. Y eso es todo lo que necesito cargar conmigo durante mi jornada.IMG_8400

Sin duda, en esa pequeña bolsa no entra la laptop que muchas veces me acompaña, ni la libreta ni el libro de turno. Pero es que no son artículos que necesite llevar conmigo a todas partes siempre: puedo leer más tarde, en un descanso entre una actividad y otra en mi casa; puedo escribir notas, documentos completos o entradas de este blog desde mi celular; pero no puedo prescindir de las llaves para entrar a mi casa, ni de un pañuelo desechable en caso de una contingencia natural. Esos artículos sí que los necesito conmigo. Y darme cuenta de esto me ha proporcionado una indescriptible sensación de serenidad…

Quizá más de una persona, en este punto de la lectura, pueda emitir un comentario del tipo: “¡pero qué mujer tan exagerada! ¿Tanto alboroto por una bolsa del tamaño adecuado?” Pues sí, desde mi perspectiva, vaya qué merece este personal alboroto, te cuento enseguida el por qué.

En primer lugar, el más agradecido con este particular descubrimiento, es mi cuerpo; principalmente, mi cuello. Porque, entre menos peso innecesario cargo, mi postura se mantiene de manera correcta no solo mientras estoy sentada, sino también cuando me desplazo. Especialistas en ortopedia, o en columna, probablemente me darán la razón.

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En segundo lugar, pero no menos importante que el primero, creo que así como nos comportamos en un espacio de nuestra vida, incluso con algo tan aparentemente banal como una bolsa, nos comportamos en asuntos de mayor trascendencia de nuestra existencia. Porque hasta hace relativamente poco tiempo, también iba por la vida “cargando” con situaciones y relaciones demasiado pesadas para mí; estaba cargando un peso energético por demás innecesario, porque no necesitaba de esas situaciones o personas en mi vida. Iba, de aquí para allá, dando explicaciones a personas que no merecían o necesitaban de tales explicaciones, o buscando o esperando justificaciones de personas que eran incapaces de ser emocionalmente responsables de sus actos u omisiones. Ah, pero qué bonita se veía la señorita en medio de tal o cual situación, acompañada de tal o cual persona… o al menos, eso creía yo. Porque no, no puedo verme ni sentir bonito mientras otra persona utiliza mi experiencia en su exclusivo beneficio, a costa de mi tranquilidad o quizá de mi reputación; o cuando tolero malos tratos, indiferencia o engaños; ni cuando una situación me genera estrés, desgaste emocional, físico y mental, ya sea que se trate de una situación laboral o sentimental. No, todo eso no me sienta bien.

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Entonces, así como he decidido utilizar bolsas que me ayuden a mantener un equilibrio y postura correctos, cargando sólo lo necesario, de igual manera he decidido mantener relaciones y mantenerme en situaciones que sean sanas, que sumen, que alegren… que sean necesarias.  Porque, siendo tan breve nuestro paso por esta experiencia humana, ¿por qué no empeñarme, con cada fibra de mi ser, con que esta experiencia sea alegre y placentera la mayor parte del tiempo posible?

Carpe diem.

 

Sin edición. Primera Parte.

El reto no es escribir lo primero que me venga a la cabeza, sino evitar editarlo o incluso censurarlo, antes de que conozca la brillantez de la pantalla en la que ahora escribo.

Y entonces, para cumplir el reto, debo escribir que extraño muchísimo las clases de pole-fitness, donde conocí a un grupo de brillantes, hermosas, simpáticas, inteligentes y muy versátiles mujeres. Y extraño las clases no solo por el placer que me causa girar en un tubo y ver el mundo de cabeza, extraño ese espacio tan mío, tan alegre, tan cercano en mi memoria…

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Y apenas me estoy deleitando con este recuerdo, una reflexión me asalta: ¿cuántas veces nos damos la oportunidad de hacer algo que nos llene el cuerpo y el espíritu de alegría?; ¿cuántas personas podemos hacer un hueco en nuestra agenda para aquello que tanto nos gusta? ¿Será que muy pocas? Tú que me regalas el favor de tu lectura, dime: ¿Qué es lo que tanto te gusta hacer?; ¿tienes tiempo para hacerlo? ¿Qué es aquello que hace que lata tu corazón con fuerza, que te hace vibrar la sangre que corre por tus venas?

Otro pensamiento, más práctico sin duda, interrumpe la reflexión: faltan siete semanas para Nochebuena. Desde ayer no dejo de pensar en eso… bueno, en realidad es un pensamiento que viene y va, tampoco es que sea una obsesión en mi cabecita despeinada.

Como decía, hubo una época en que las luces navideñas lo eran todo en mi vida, significaban para mí la oportunidad de deslizarme por el pasillo, de puntillas, con la esperanza de toparme con un simpático ser enfundado en un traje rojo y con larga barba: lo hacía una y otra noche antes de Navidad, así de grande era mi esperanza. Ahora no solo significa que comienza la cuenta regresiva para la decoración navideña, esa que tanto le gusta a la gran mujer de mi vida, también significa que ya se acerca el final de este año 2019, un año que ha significado mucho para mí, y para mi pequeña gran familia. Pero, por mucho que quiera hacerlo ahorita, las consideraciones en torno al 2019 deberán esperar un poco más…

Como no sé estarme quieta, mientras escribía este post revisé mi correo, y acabo de ver que en Japón compraron mi libro hace dos días… ¡en Japón! No tengo palabras para describir la sensación que esto me provoca, es poco decir que la emoción me invade de pies a cabeza. Quien sea que haya hecho esa compra, ¡gracias infinitas! Deseo que la lectura le resulte muy amena… ¡Japón!

El tiempo apremia, y mis obligaciones maternales me llaman… repetiré este ejercicio, a mí me ha gustado bastante… ¿y a ti? ¡Feliz día!

 

Escribo para vivir…

Escribo para vivir…

Me ha tomado varios años aceptar y abrazar con cariño y respeto varios eventos de mi vida.

Mientras esto escribo. Se agolpan en mi cabeza todos los pensamientos que me han acompañado en estos días, tantas imágenes, tantos recuerdos, tantos sueños…

Para empezar, una mirada de cielo, una voz angelical, un par de manos inquietas y unos piececitos que parecen volar…

Cada vez estoy más convencida de aquello que dije una vez: escribir es exponer el alma, desnudar el corazón y las entrañas, para que alguien más, sin conocer la totalidad de las experiencias, te juzgue, te ignore, te alabe o te rechace. Y a pesar de ello, no puedo dejar de hacerlo: no puedo dejar de compartir pedazos de mi alma, mis sonrisas y mis lágrimas.

Y por eso digo y escribo que a mí, la maternidad me atraviesa; respeto y honro mi individualidad, pero reconozco que soy una antes y otra después de haber sido madre. Quisiera decir que soy otra mejor, pero no, tan solo puedo decir que soy otra.

Y así como me atraviesa la maternidad, me atraviesa el ser hija de mi madre e hija de mi padre.

Sin mi madre, todos sus aciertos y todos sus esfuerzos, no sería la mujer que soy. Ella me dio la vida, pero también la fuerza y la inspiración para vivirla. Cuando ha sido más oscura mi noche, ella siempre ha estado ahí para encender una vela y sostener mi corazón.

Y sin mi padre, ese corazón errante que solo mi madre sostiene, hace mucho que este hubiera dejado de latir.

Mi padre me dio el rumbo, la alegría y el aliento. Me animó a conocerme, respetarme y llenar de vida mis silencios. Me enseñó a buscar la belleza en los colores del atardecer y en las sonrisas desconocidas; a buscar la paz antes que la discordia, y a tener presente que la familia, ese diminuto círculo rebosante de amor, es el refugio seguro de todas mis tristezas y la certeza plena de todas mis alegrías. Por eso estoy hoy aquí, contigo: padre, madre, hijo… Por eso elegí este sitio hoy para dialogar contigo a través del tiempo, la distancia, la vida y los umbrales de la muerte.

He venido a decirte, padre mío, que estoy caminando con paso firme: que sigo luchando por mis sueños, que estoy haciendo un esfuerzo diario no solo por honrar tu memoria, sino también la vida y existencia de mi madre. Y que estoy escribiendo, con pasión, ahínco y alegría; y a pesar de saber que nunca más tendré un lector tan puntual y crítico como tú, he decidido seguir el dictado de mi corazón: sigo escribiendo, sobre violencia de género, el amor y el canto del ruiseñor; sobre los derechos de la infancia, políticas públicas y zapatos de tacón.

Y lo hago porque una voz interior me ha pedido que no deje de hacerlo, pide a gritos no ser silenciada.

No sé cuál será el resultado, pero me he inscrito en un concurso literario… superé otro miedo, uno más; y por eso sé que, sin importar el resultado, lo voy a disfrutar.

Porque, a final de cuentas, creo que de eso se trata la vida: ¡de atreverse! Atreverse a luchar, a publicar, a amar: atreverse a hacer aquello que alimenta el alma, aquello que te impulse a levantar la cabeza.

No sé si había un atajo para llegar a este punto de mi vida… vamos, que no sé si pude haber evitado algunos tormentos y sumado, en su lugar, unas cuantas alegrías. Pero hoy puedo decir, con el corazón en la mano, que doy gracias por todas las experiencias que viví.

Y no, no estoy llorando: se me ha metido tu recuerdo en los ojos…

Por si no te vuelvo a ver.

No suelo pensar en mi edad con frecuencia, sino hasta que alguien lo menciona o me preguntan mi fecha de nacimiento para algún trámite. Y cuando lo hago por cuenta propia, es en función de mis recuerdos, de la belleza y las tristezas de los años vividos, de las experiencias… de las personas, y la impronta que dejaron en mi memoria.

Pero, hasta hace un par de días, no había pensado en mi edad en función de la alegría perdida, o de la esperanza renovada. Fue que buscando una información cualquiera en una de mis redes sociales, me topé con un par de publicaciones de Año Nuevo, una del 2010 y otra del 2011, y de repente tuve una verdadera revelación ante mis ojos: ya no manifiesto la misma alegría…

Y no es que no tenga motivos suficientes para sonreír, tampoco es que hoy sea una mujer taciturna, ensimismada en mi tristeza o una recurrente depresión. Al menos no todo se expresa el mismo día, ni todos los días. Fue en ese momento que comencé a tejer estas palabras que hoy hilvano en este escrito…

Para empezar, debo decir que el título me vino a la cabeza así, sin más, mientras veía y escuchaba a mi madre y a mi hijo a la hora de la comida: una casi cabizbaja, sumergida en sus pensamientos, el otro feliz, bailando una de sus tres canciones favoritas -que, curioso, habla de lo bello que es la Vida. “¿Qué pasaría si mañana no te vuelvo a ver? ¿Alguien te dirá que desde que supe que estabas dentro de mi panza fuiste para mí la vida entera? ¿Que tu mirada disipa todas las nubes negras que mi necia cabeza pinta en mi horizonte? ¿Que tu sonrisa es el motor que me llena de alegría cada mañana? ¿Que escucharte decir mamá es lo más grande que me ha ocurrido en la vida?”; pensé, entre una estrofa y otra, mientras veía al manojo de travesuras que sonríe cuando me dice mamá.

Después vi a mi madre: la mujer grande, generosa, fuerte y alegre que ha sido para mí siempre, la misma mujer que representa la imagen que en mis primeros recuerdos está tan llena de color y sonido, y que con el transcurso de los años ha ido matizando su presencia con los dolores que le dio la vida. Creo, tan solo creo, que entre ella y mi padre no hubo palabras pendientes, aunque quizá se quedaron, ambos, con ganas de más horas de plática, y otras tantas de baile; pero no creo que entre ellos haya quedado un te amo pendiente, o un suspiro rezagado.

Y así, pensando todo esto, volví a pensar en aquellas publicaciones mías, tan llenas de alegría y esperanza… A mediados del 2010 mi padre había sido diagnosticado con cáncer linfático, y, habiéndolo superado, a finales del 2011 tuvo un ataque a su sistema inmunológico que casi termina con su vida. Y aún así, mi optimismo seguía casi intacto. Ahora entiendo que eso se debió a que él, mi querido señor de las canas, seguía a nuestro lado; hoy acepto que, con su muerte, una parte de mí dejó de expresarse.

No sé si algún día recupere esa genuina alegría que me caracterizaba de niña, y que estoy casi segura que es muy similar a la que manifiesta mi hijo cada mañana; pero sé, con certeza, que cada centímetro de mi piel está dispuesta a recuperar la esperanza que creí perdida, las ganas de ilusionarme con una puesta de sol, y de llorar de alegría al ver un pájaro alzar el vuelo… y lo sé, porque siento una imperiosa necesidad de salir y gritarle al mundo que hoy puede ser el último día de nuestras vidas, o el último día de vida de cualquiera; entonces, ¿por qué no ser más amables con nuestros sentimientos y los sentimientos de las demás personas?; ¿por qué no decirle a las personas importantes de nuestra vida lo importantes que son, la maravilla que significa tenerlas en nuestra existencia? ¿Por qué no disfrutar el amanecer, lo cotidiano, lo sencillo?; ¿por qué no emprender aquello que siempre anhelamos, caminar por donde siempre quisimos? ¿Qué demonios estamos esperando para vivir nuestra vida?

Qué estamos esperando para decir: “por si no vuelvo a ver, estoy arrepentida por las ocasiones que te causé daño; siempre te he amado; fui yo la que cometió el error aquel…”. Por qué dilatar nuestra oportunidad de ser feliz…

Quiero pensar que el corazón de mi hijo descifra todo lo que siento, e incluso aquello que no he logrado verbalizar, y que un día, lejano a este, nos diremos, mirándonos a los ojos: te amo, te he amado antes y siempre lo haré… Hoy lo escribo, hijo mío, por si no te vuelvo a ver, pero con la firme esperanza de recorrer un largo camino juntos.

Quiero ser feliz contigo

La última persona que de la nada me soltó un “voy a dejar todo para ser feliz contigo, me voy de aquí porque quiero estar a tu lado”, hoy está a punto de ser padre con otra mujer que no soy yo, apenas un par de meses después de que pronunciara aquellas palabras.

Cierto es que mi respuesta a esa frase no lo alentó a preparar maletas, no hubo quizá un solo indicio que animara a cambiar dramáticamente el rumbo de su vida. Como cierto es que mi respuesta quizá tampoco haya sido precisamente negativa… Sí, ahora que lo pienso, sin duda fui ambigua… Así que es muy probable que esa ambigüedad haya animado al personaje en cuestión que buscara su felicidad no conmigo, sino con alguien más.

Pero, en honor a la verdad, ¿qué se responde a quien, de repente, así sin más, suelta una frase similar a esa? ¿O a una propuesta de matrimonio cuando ni siquiera hay una relación medianamente formal de por medio?

Tal vez debiera empezar por darle contexto a la historia… a la mía, y seguramente a la de muchas mujeres más.

Imagínate que en un momento de tu vida te relacionas con un hombre que es todo lo que estás buscando, y llega un punto en que deseas que aquello que están viviendo sea si no una relación formal, con anillo de por medio, algo con nombre y rumbo definido… mientras que el sujeto en cuestión solo quiere mantener “algo” contigo. Por decirlo de otra forma: tú estás en el momento preciso en que sabes que tienes hambre y quieres comer, específicamente, una ensalada y una pizza… mientras que él solo sabe que tiene hambre; pero si le ofreces la ensalada y la pizza, la rechaza… ¿Qué haces? Una opción es sentarte a esperar que al sujeto de estudio se le antoje la pizza, quizá también la ensalada; otra opción (creo que la más sana), es salir a buscarte tu pizza y ensalada por tu cuenta, y si en el camino alguien quiere lo mismo que tú, pues ya se sentarán de la mano en la misma mesa.

Pero, resulta que cuando ya estás sentada en la mesa, esperando la orden por tanto tiempo anhelada, e incluso puede ser que de la mano de una persona que quiere lo mismo que tú, se aparece alguien de tu pasado, tan solo para sugerir que sería buena idea que comieran juntos un día de estos. Ni siquiera propone algo concreto: solo quiere comer contigo, lo que sea, un día cualquiera… mientras tú ya estás sentada a la mesa, lista para comer.

Pareciera que muchos hombres, una importante mayoría, creo yo, se siente con el derecho a irrumpir en nuestra vida con propuestas de matrimonio al aire, o con invitaciones a salir y reanudar una relación exactamente en el mismo punto donde la dejaron, sin cuestionarse la posibilidad de realizar el mínimo esfuerzo por ganarse un sitio que dejaron vacante meses atrás… o varios años antes. O sin preguntarse siquiera si a ti te interesa retomar la relación en cuestión.

“Quiero ser feliz contigo”. Punto. Es la frase que a menudo escucho. Rara vez he escuchado un “me gustaría que fuéramos felices juntos”, palabras que no solo validan mis sentimientos, sino que reconocen mi capacidad de elegir, de decidir si mi felicidad también está junto a esa persona.

La sociedad, en términos generales, además de imponernos relaciones sexoafectivas heteronormadas, nos educa a las mujeres para que sean los hombres quienes elijan con quién quieren ser felices, y para que las mujeres aceptemos, honradas, esa elección: nos educa para que nos conformemos con una hamburguesa, aun cuando estemos ansiosas de comer una pizza y una ensalada…

La madurez afectiva conlleva, necesariamente, responsabilidades. Eso significa que, sin importar nuestra edad biológica, si somos lo suficientemente honestas con nosotras mismas, seremos capaces de serlo también con nuestro entorno, para dejar en claro qué es lo que queremos, sí, pero también para fijar límites, para poder decirle a alguien del pasado que su sitio está, justamente, en el pasado, y que de querer regresar a nuestro presente no basta con que lo desee, sino que también una debe desearlo en la misma medida.

Elegir, decidir con quién estar… así es como puedes ser feliz contigo: que seas tú quien escribe el guion de tu propia historia, para que seas tú la esplendorosa protagonista que mereces ser… no el personaje secundario de una historia sin principio ni final feliz.

Remedios

Remedios le hacía honor a su nombre.

El nombre de plantas y medicinas brotaban de su boca al compás de sus sonoras carcajadas. Sabía de memoria fórmulas químicas así como cantidades exactas para preparar infusiones y jarabes, y las recitaba con aquella dulce voz con la que cantaba cuando saludaba.

Dolor de estómago, artritis y hemorroides; jaquecas, dolor de muelas y ’empachos’; acné, bronquitis y cólicos… Para cualquier malestar o dolencia, ella siempre tenía, como decía su nombre, el remedio.

Estudió enfermería, y robándole horas al descanso, en aquellos primeros años como enfermera en un hospital público, leyó cuanto libro de medicina caía en sus manos. Nunca hizo los estudios formales, pero los lazos de amistad que la unieron con algunas residentes no solo le valió el mote de “doctora corazón”, sino también el peleado título de ser la mejor compañera para el estudio. Así, de la mano, lágrimas y mocos de sus amigas, se aprendió no solo los sinsabores de sus vidas sentimentales, sino también el nombre de cada hueso, músculo y articulación; función y característica de cada órgano vital; aprendió a identificar síntomas… y a cambio, ella les enseñó a vivir feliz.

Remedios brillaba, de los pies a la cabeza, cuando platicaba de aquellos años. Y orgullosa, como si de una madre se tratara, platicaba que una de sus amigas había hecho una especialidad en neurocirugía, otra en cardiología y una más en ginecología.

Poco a poco, las nuevas obligaciones (y nuevos amores) las fueron absorbiendo. Y aun cuando siguieron llegando nuevas residentes, Remedios nunca sustituyó a aquellas amigas. “Las personas somos prescindibles, pero las amistades son insustituibles”, decía.

En aquellos años, Remedios vivía a hora y media de distancia de su trabajo, y la zona donde se encontraba su casa era poco transitada en la noche.

Cuando quería platicar lo ocurrido esa oscura noche, siempre decía que fue víctima de su cansancio, y tan solo resumía que a unos metros de su casa, en medio de la oscuridad brilló una navaja. Fue lo único y lo último que vio. Cuando despertó horas después, rodeada de lodo y sangre, no era capaz de escuchar su propia voz. Recuerda que un señor de edad avanzada la ayudó a incorporarse, al tiempo que cubría su desnudo cuerpo con su camisa.

Recordaba, como escenas de una película, que los policías de la patrulla que se acercaron a ayudarla no preguntaron nada excepto qué andaba haciendo ella sola en la noche; idéntico cuestionamiento que le hiciera aquel funcionario que, en teoría, debería haber comenzado la indagatoria.

Por aquellos tiempos, contaba Remedios con los ojos perdidos en su regazo, no había celulares; huérfana a los 15 años, su única familia la conformaban sus amigas las doctoras. Y fue a ellas a quienes pidió que les llamaran, mientras esperaba ahí, envuelta en ropa ajena, en medio de una habitación que cada vez se oscurecía más, consecuencia de la ceguera que le ocasionaría aquel ataque.

Apenas lograron localizarlas, las tres doctoras se apersonaron, una a una, en la oficina donde seguía sin ropa apropiada ni alimentos, una muy cansada Remedios, que no sabía cómo ni en qué momento podría concluir su declaración, pues nadie le preguntaba nada.

Fue el señor que la socorrió quien les explicó a las doctoras dónde y cómo la encontró, y la nula atención médica o legal que había recibido desde su llegada. Fue la ginecóloga quien tomó la decisión de salir de aquel lugar, cuando al recriminarle al funcionario su falta de atención este solo contestó: “mire doctora, quién sabe qué andaría haciendo su amiga, aquí llegó casi sin ropa…”.

En el aire sonó una bofetada. Y seis pares de manos, sin dar tiempo a nada, tomaron en vilo a Remedios para sacarla de ahí.

Remedios no recordaba nada. Y siempre que termina esta historia, con una sonrisa inocente dibujada en su rostro, decía que lo mejor que le pudo haber pasado, fue perder la conciencia aquella noche.

Cada atardecer cuenta una historia

Hace unas semanas tuve la suerte de escuchar a una locutora de radio recomendar una puesta en escena titulada “Instrucciones para una muerte feliz”, y brevemente resumió de qué trata la obra. En ese instante, escuchando sus palabras, no pude sino darme cuenta de algo: el día que muera, moriré feliz. Y me atrevo a decir que no sólo moriré feliz, sino que, por obvio que parezca, moriré en el momento justo: ni antes, ni después… Sin importar que la mía sea una muerte natural, consecuencia de una enfermedad o un accidente, será cuando deba ser… Dios nunca se equivoca.

 

¿Por qué escribir sobre mi muerte? No tengo ni he tenido pensamientos suicidas, y tampoco deseos de que mi recorrido por esta escuela de la Vida llegue a su fin en fecha próxima. Y si bien es cierto que en mi historia personal hay tristezas que me acompañan, de esos dolores que me asaltan en días próximos al 26 de abril y 29 de junio, también es cierto que bajo mis pestañas traigo dibujada la sonrisa más amorosa que un ser me haya regalado, y cada vez que puedo y quiero, veo frente a mí la imagen no sólo de ese pequeño ser que me llena de alegría, sino también la de mi padre, mi madre y mi hermano: son cuatro grandes motivos para ser feliz. Y a pesar de ello, un día voy a morir…

07marzo2017

También es cierto que he vivido fracasos, desilusiones y desamores, y en medio de noches de llanto y soledad no he logrado imaginar un día poder ponerme nuevamente de pie, con la cabeza en alto, dispuesta a arriesgar alma, corazón y vida una vez más; sin embargo, han sido más las noches llenas de ilusiones, abrazos cálidos y sonrisas al amanecer… Y también a pesar de ello, un día moriré…

 

Por eso sé que cuando el último soplo de vida salga de mi cuerpo, será en un buen momento… Y a pesar de saber que tengo más posibilidades de ser víctima de feminicidio que de morir a consecuencia de un cáncer de mama, estoy convencida de que mi muerte será como, cuando y en donde deba ser. Y lo tengo que decir ahora que estoy sana, viva y feliz de poder cargar a mi hijo en mis brazos cada mañana y envolverme en sus sueños cada amanecer; lo tengo que decir hoy que no vivo noches tristes ni exultantes de pasión y besos, sino noches serenas, rebosantes de una paz que desconocía; tengo que decirlo hoy, cuando la alegría de ver realizado uno de mis mayores sueños se materializa por tercera ocasión, llevando por nombre “A través de mi mirada” y por apellido “edición libre, posible gracias a un entrañable amigo”.

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Hoy, cuando veo que mi vida no se cayó en pedazos cuando murió mi mayor y mejor maestro; cuando vislumbro una luz de esperanza en la mirada de mi madre; cuando veo que mis manos siguen vivas, mis pies alegres y mi mente alerta, hoy es cuando debo decir que soy feliz, que agradezco cada golpe de la Vida tanto o más que las caricias y las alegrías; que la música que me acompaña noche y día me ayuda a espantar fantasmas y a dibujar mis metas; que en cada paso que doy llevo a mis cuatro grandes amores en mis pensamientos y toda la fuerza de mi corazón en mis acciones… Debo decir y dejar por escrito que nunca me conformaré con ver pasar las injusticias, y que todas mis palabras y mis silencios están comprometidos con mis convicciones… Necesito honrar mi vida en vida, decir que estoy infinitamente agradecida con Dios, que no imagino junto a mí mayor amor que el de mi padre, ni mayor cobijo que el de mi madre; que mi mayor alegría produce música cuando habla y explosiones de amor cuando sonríe, y que esto es justamente lo que ha llenado de dicha mi existencia toda…

 

Y que, como la protagonista de la obra, también quiero ser enterrada en una caja de cartón, pero a diferencia de ella, quiero que sea de frente al cielo de la tierra que me vio nacer, teniendo como fondo música de banda, y el corrido de Durango… Porque ese día, como todos los demás, será un día de fiesta, en el que cada atardecer cuenta una historia.

 

 

Merezco vivir sin miedo

Eran las once de la noche. Había sido un día como cualquier otro: desayuno frugal en medio de la secadora y el lápiz labial, caminatas largas y apuradas, pendientes y urgentes de todo tipo a toda hora de la jornada laboral. Pero lidiar con la cotidianidad es una cosa, y lidiar con el acoso es una muy distinta.

Cuando finalmente llegó el tren que habría de conducirme a mi casa, vi que un hombre de aproximadamente 50 años, enfundado en un traje azul, se aproximaba cada vez más al punto donde me encontraba, esto es, la parte final del andén, supuestamente destinada para mujeres y personas menores de doce años de edad, según los letreros y la Ley de Cultura Cívica . Pero, ¿a quién solicitarle apoyo, si no había un solo elemento de seguridad en el área?

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Cuando al abrirse las puertas vi casi vacío el vagón, lo agradecí mentalmente: traía los pies hechos pedazos, gracias a un minúsculo tacón que me estuvo torturando todo el día.

No obstante, la sensación de alivio rápidamente fue sustituida por una sensación tristemente familiar, compartida por millones de mujeres en cualquier punto del planeta: esa molesta angustia que esconde el creciente temor de ser agredida sexualmente. Sí, el señor de traje azul se sentó inmediatamente junto a mí, mientras el resto del vagón se llenaba rápidamente por las personas que también tuvieron qué aguantar la demora de nuestro transporte público. Son tan sólo diez estaciones, pensé, como para animarme y darme valor, confiando que no tendría qué resultar tan incómoda la presencia de aquel individuo, pues a esa hora el tren avanza muy rápido. Me equivoqué: siete de esas diez estaciones las recorrí de pie, procurando guardar la mayor distancia posible del individuo, pues mientras estuve sentada a su lado no sólo intentó ocupar mi asiento con el típico manspreading, sino que incluso hizo esfuerzos porque la punta de su pie derecho rozara la punta de mi zapato… Pero el colmo fue cuando se abrieron las puertas en la estación cercana a mi casa (ya saben: ese lugar seguro, de paz y tranquilidad…), pues mi temor se manifestó por completo cuando vi que el señor también descendió.

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Ignorando lo más que pude las crecientes punzadas en la planta de los pies, la sensación de ahogo y un pulso brutalmente acelerado, caminé a la mayor velocidad posible, casi atropellando a las personas que se cruzaban en mi camino; la distancia que normalmente me toma de quince a veinte minutos, la recorrí en ocho, sin dejar de mirar sobre mi hombro incluso cuando estaba a menos de 100 metros del lugar donde vivo. Y cuando finalmente estuve dentro de las cuatro paredes del baño, con las piernas temblando y empapada en sudor, lloré… Lloré de enojo, impotencia y un coraje anidado en mis entrañas, porque a ninguno de los muchos hombres que estaban tranquilamente sentados en el vagón donde apenas viajábamos tres mujeres los vi remotamente preocupados por ir ocupando un sitio que no les correspondía, mucho menos por la actitud vilmente invasiva del individuo que iba a mi lado; lloré porque a mí me fue bien, si tenemos en cuenta que ni exhibió su pene delante de mí, ni intentó meter la mano entre mis piernas; lloré porque esa realidad que ayer me desmoronó, es la que diariamente viven mujeres de todas las edades; lloré porque sabía que si me atrevía a hacerle cualquier comentario al individuo, una turba completa se volcaría en contra mía, quizá incluso las otras dos mujeres participarían en aquel acto; lloré porque no me atreví a accionar la palanca de seguridad, pensando que era tal vez demasiado por algo que ni siquiera tendría forma de comprobar… y cuando fui consciente, en medio de los mocos y el frío que lentamente comenzaba a recorrer mi cuerpo, de que el patriarcado había logrado su objetivo al yo misma minimizar el ataque, sucumbí por completo al llanto.

Merezco vivir sin miedo. Todas merecemos vivir sin miedo.

 

Información sobre seguridad en movilidad para Mujeres y niñas en Ciudad de México:

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Me encantan esas mujeres… 

Me encantan esas mujeres que hablan en tantas formas, tan diversos idiomas. Esas mujeres que hablan con los ojos, el peinado y la risa; que hablan con su postura, los gestos y un inquieto vaivén de manos; que hablan con los labios, los oídos y el suave tacto del dedo índice sobre el viento; que hablan con un silencio expresivo, una sonora carcajada, una pronta y espontánea lágrima… Mujeres que hablan el idioma del amor, la libertad y el deseo; el idioma de la solidaridad, la alegría y la compasión… Cuando me encuentro con mujeres así (que no son pocas veces), quisiera ser la banca, el árbol o la mascota que se encuentra frente a ellas, para poder observarlas, admirarlas en su más bella expresión. Porque hay mucho por observar para aprender de ellas, mucho qué admirar en ellas…