Era una tarde cualquiera.

Era una tarde cualquiera. La lavadora estaba a punto de parar su ciclo, era la tercera carga de aquel día. El ruido que hace esa máquina se parece a puños tumbando la puerta, y más de una vez he cruzado el patio con las manos enjabonadas, secándolas en el delantal, para abrir apresuradamente la puerta.  Y nada, lo único que encuentro es la calle vacía, con los dos carros estacionados en la acera de enfrente, y una que otra hormiga haciendo su labor en la banqueta.

Agarré la escoba, más para entretener las manos que para hacer realmente algo con ella, cuando de pronto, escuché ese sonido. Seco, fuerte, cercano… Se me cayó la escoba de las manos, y al tiempo que sonaba en el suelo, otra detonación. Una más. Y otra. ¿Cohetes en febrero? ¿Aquí, en la colonia? Me encaminé a la sala, donde sabía que estaba la señora de la casa, y le pregunté si había escuchado aquellos sonidos. Su cara me respondió, al tiempo que me invitaba a acompañarla a la calle. “Quién sabe qué pasaría, vamos a ver”.

Yo trabajaba en su casa tres veces a la semana, haciendo limpieza y lavando y planchando ropa. El resto de la semana, lo hacía en casa de su amiga y vecina de junto. Y hacia allá nos encaminamos al salir, pues otras tres señoras, a escasos cincuenta metros de la entrada de la vecina, no dejaban de voltear en aquella dirección. La panza me dio un vuelco: ¿le habría pasado algo a Susy?

Nada me habría preparado para aquello que vi. Mucho menos para lo que sentí y viví a partir de ese momento: ahí, con la vista al cielo y tumbado en el suelo, estaba el joven hijo de otra vecina, con la sangre corriendo por sus costillas y la comisura de la boca; a una palma de su mano, quedó también su teléfono celular. El desgarrador grito de su madre me arrancó de mi parálisis, pero no de mi mudez. No la abracé, no pude consolarla; no supe cómo… Y tampoco supe cómo fue que de repente llegaron no nada más policías: cámaras, grabadoras, periodistas, o al menos eso parecían. Y en medio de aquel barullo que no se acallaba ni por el lastimoso llanto de una madre, una pregunta se abrió paso en mis pensamientos: “usted estaba aquí cerca, ¿vio a los asesinos?”.

No. Yo no había visto nada, excepto aquel charco de sangre y esa mirada vacía de un joven que no tenía mucho de haber iniciado su negocio; nada vi, excepto una madre con el corazón desgarrado, con claras intenciones de quitarse la vida si con eso recuperara la suya el mayor de sus hijos; nada escuché, tan solo aquellos sonidos que le quitaron la vida a un hombre, a una madre, y a mí misma, que desde ese día no pude volver a ese trabajo, ni por ese rumbo, por miedo a que alguien pensara que yo había visto más de la cuenta.

Durante más de un año viví presa de un temor indescriptible, de una angustia que me acompañaba allá donde anduviera, sin importar la hora ni la fecha. Pero de a poco, fui ganando confianza, saliendo en las noches, levantando la cara… Era una tarde cualquiera, como ayer, que en la celebración de los quince años de mi sobrina tuve qué irme a meter bajo la cama, esperando que los cohetes dejaran de sonar.